Después de seis meses de macetas “vacías” que mis amigos miraban con desconfianza, mi balcón se llena de vida y color. Esta primavera me da esperanzas con una metáfora desarrollándose en ese rincón de la casa.
Me enamoré de los tulipanes cuando estuve por primera vez en Paris, en pleno invierno, y los negocios de flores eran oasis de color en el gris de la ciudad. Durante años fueron mis flores favoritas, casi imposibles de conseguir en Buenos Aires. Incluso intenté plantarlos, pero el clima era demasiado cálido y, aunque crecieron un poco, pronto languidecieron.
Cuando llegué a Francia el año pasado pasé mis primeras semanas en Saint Germain en Laye, que me recibió decorada con tulipanes en los canteros de las avenidas. Buena señal, ¿no?
En otoño planté narcisos y tulipanes en mi balcón (como les contaba acá) y un tiempo después tenía los narcisos en flor y otras cinco macetas en las que sólo se veía tierra.
Y con la confianza de que bajo la tierra mis tulipanes estaban creciendo, aunque yo no pudiera comprobarlo (al menos no sin dañarlos), esperaba un día verlos florecer.
Ese día llegó y la espera valió la pena. Lo que durante meses no mostraba ninguna señal de pronto comenzó a desarrollarse frente a mis ojos con cambios tan rápidos que no dejaban de sorprenderme.
Hoy les muestro mis primeros tulipanes en Paris, mientras confío en que otros temas más serios por los que estoy esperando (y desesperando un poco) florezcan muy pronto de la misma forma 😉
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